Un país sin hijos es, probablemente, un país sin futuro.
Al menos, es un país en el que cuesta mucho creer en el futuro. Tal parece ser el caso de España, que, en los últimos seis años, se ha convertido en el cuarto país del mundo con menos hijos.
Probablemente esta falta de hijos habla de una realidad innombrable: la escasa esperanza de esta sociedad en el futuro. Esto es un preocupante grito de alerta: algo no funciona correctamente entre nosotros. Pero ¿quién escucha esa alerta? Y, sobre todo, ¿cómo se escucha?
La interpretación más común, y más injusta es cargar sobre las mujeres españolas esa responsabilidad. Cuando las mujeres trabajan -dice el tópico-, nada más lógico que no quieran tener hijos. Eso no es cierto, para empezar, porque tener hijos es una decisión de pareja, salvo excepcionales casos.
Se trata, pues, de una decisión compartida por los dos sexos. Pero eso es sólo la periferia de un tema de mayor calado: ¿por qué no se aborda, con claridad, que no tener hijos significa, sobre todo, que a los jóvenes les cuesta un gran esfuerzo creer en el futuro? ¿Qué clase de protesta social, pues, se está expresando a través de una natalidad tan baja?
Ayudar a la familia: he aquí lo último en programas políticos. Gobierno y oposición se han apresurado, en las últimas semanas, a proponer posibles soluciones al monumental estrés de las familias.
Los políticos, como si les diera vergüenza, ponen parches con ayudas más o menos ridículas a la familia en vez de ir a la raíz de la evidencia: los españoles no queremos tener hijos. En los cinco próximos años, si la tasa de fecundidad de España crece -está prevista una ligerísima subida- será debido a los inmigrantes. Eso tendremos que agradecerles a los de fuera. Ellos tienen menos prevenciones frente al futuro o, acaso, conocen menos la realidad. Ellos serán, pues, nuestro futuro.
Las generaciones jóvenes observan, creo que con horror, lo que sucede, aquí y ahora, en tantas familias: incertidumbre laboral -hay en España 450.000 familias con todos sus miembros en paro-, precariedad para pagar la vivienda, necesidad de dos sueldos en casa -tal vez por eso trabajan tantas mujeres en empleos imposibles-, horarios irracionales y agotadores. Observan los jóvenes cómo criar un hijo es una competición: búsqueda de guarderías y ayudas en una etapa; en otra, remedios para el fracaso escolar o apoyos para la guerra de abrirse camino en la vida; luego, la preocupación del botellón y las pastillas; finalmente, el vía crucis de los estudios y del trabajo.
La pregunta crucial, pues, para los jóvenes que observan esta secuencia vital acaba siendo: ¿para qué tener hijos?
En una cultura cuyo proyecto único es ganar dinero y ser productivo, ¿no resulta que los hijos sólo son un gasto, un retraso en la obligada competición?, ¿o es que hay que pensar en los hijos como en una inversión a largo plazo? En una época en la que todo se mide en términos económicos, ¿por qué habrían de librarse de eso los hijos?, ¿no es económico el estímulo que los políticos están dando a los padres a través de las subvenciones por hijo y otras fórmulas paternalistas que rozan la indignidad humana al fomentar este aspecto mercantilista de la fecundidad?
De momento, todas las posibilidades están abiertas.
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